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Estación Libertad


Autor: Emilio Ruiz Barrachina

(211 pp) – Ed. La Esfera de los Libros, 2016

(Prólogo: Aún Romera - Prefacio: Fernando Méndez)


"Sembrar árboles sin pensar que algún día serás dueño de la sombra es haber encontrado el sentido de la vida".

Con estas bellas palabras comienza este libro que he vuelto a leer, descubriendo en él todavía más, emocionándome y sintiendo el dolor, la valentía, el impulso de tres hermanas que tantas vidas salvaron en los tiempos en que la guerra aniquilaba corazones y sesgaba futuros sin perdón ni compasión. Ellas lo hicieron y no pensaron en la sombra que un día darían esas almas que protegieron con su propio ser, que cuidaron, alimentaron, escondieron y a las que... indudablemente, regalaron nuevamente la vida.

Emilio Ruiz Barrachina es escritor y director de cine, en esta novela recoge magistralmente lo que fue toda una heroicidad por parte de las hermanas Touza. La abren un prólogo y un prefacio. El prólogo es del cineasta Raúl Romera: "Meses después de nuestro primer encuentro, recibí una llamada de Emilio. Estaba entusiasmado. Tenía entre manos una historia verídica que le había conmovido. Era una muy buena historia. Una de esas historias tan fascinantes que solo puede provenir de la misma realidad. telefónicamente y con la facilidad de palabra del gran narrador que es, me esbozó la aventura personal de tres hermanas que regentaban la cantina de ferrocarril de un pueblo gallego, allá por los años cuarenta. Tres valientes mujeres que burlaron a las autoridades franquistas y a los agentes de la Gestapo infiltrados entre la población española de aquella época, para salvar la vida de cientos de judíos que pretendían cruzar la frontera entre España y Portugal y partir rumbo a América, huyendo de la persecución nazi." (Vid. pág. 12).

" ´Quiero hacer una película con esta historia´, fue lo segundo que Emilio me dijo. Era de esas frases que suenan como el despegue de un cohete espacial: después de oírlas sabes que no hay vuelta atrás." (Vid. Pág. 13).

El prefacio, de la mano del periodista Fernando Méndez nos habla de un tiempo atrás: "Se cumplen ahora setenta años del final de la guerra más cruenta de la historia de la humanidad. Una fecha que vale la pena recordar para que nunca olvidemos, pero sobre todo para que aprendamos que las bombas nada arreglan, si acaso, sirven para hacer aflorar sentimientos como los que este libro describe, donde no hay sitio para el rencor ni los lamentos, solo bondad extrema, aquella que únicamente los grandes corazones son capaces de albergar.

Si por un momento viajásemos en el tiempo y nos sentáramos en el andén de la estación de Ribadavia un día cualquiera de invierno a principios de los años cuarenta del siglo pasado, veríamos apearse a algunos viajeros con el rostro cruzado por el sufrimiento, desorientados, sucios y atemorizados como solo se puede estar cuando la muerte es tu compañera de viaje. Mujeres, hombres y niños que llegan con ansia de libertad para sacudirse el veneno del fanatismo y que encuentran a tres hermanas que, además de rosquillas y un reconfortante caldo caliente, les ofrecen la oportunidad de salvar su vida." (Vid. Pp. 15 y 16).

Tras el prólogo y el prefacio, es el propio autor en la introducción, quien nos presenta todos hilos que tejen esta maravillosa historia: "Andaba yo en Orense hace unos años rodando un documental sobre el caso Metílico, un envenenamiento masivo que se produjo en los años sesenta, con más de cinco mil afectados, cuando, de regreso al hotel, Fernando Méndez, al paso por Ribadavia, me habló sobre las hermanas Touza y su hazaña en los años cuarenta para salvar a cientos de judíos.

Fernando es periodista y había estudiado en profundidad la vida de las hermanas. Rápidamente supuse que aquella historia tenía todos los ingredientes para convertirla en una película. Le solicité más información y poco tiempo después me la proporcionó.

Realizamos un primer boceto de la historia con un reconocido guionista: Ángel Aranda. El argumento funcionaba, tenía muchas trazas de convertirse en algo grande. Después llamé a mi buen amigo y cineasta Raúl Romera y le propuse desarrollar un guión cinematográfico para rodar a película..." (Vid. Pág. 17).


La historia ha sido ficcionada y se han cambiado los nombres de los protagonistas, pero su esencia es lo que le otorga el valor y el reconocimiento que harán que no caiga en el olvido pues... todo lo que da vida, jamás debería perderse en el recuerdo negro del vacío.


Estamos en diciembre de 1992, nevaba desde hace siete días en  Nueva York y Martin, pensativo ante la tumba, taciturno... abstraído se preguntó  por qué no había regresado a su tierra desde hacía más de cincuenta años. "Entonces Martin recordó a su madre allí mismo, dos años antes, llorando a su marido, enterrando una vida de esfuerzo, compañerismo y olvidos. En pie, estirada, dulce, con el pelo blanco y lacio, nonagenaria, había podido soportar la existencia un poco más que su esposo. Una madre que no había vuelto a saber nada de su familia desde la guerra. A Martin Tetzman le hubiera gustado que de verdad hubieran sido sus padres, aunque siempre los tratara como a tales y ellos le correspondieran, incluso haciéndole heredero único de su inmensa fortuna." (Vid. pág. 24).

Sentado en el despacho junto al abogado de la familia, éste le entregó un sobre. En él, una foto muy vieja de un niño que tendría unos doce años de edad con una caja de de limpiabotas en el andén de una estación. En el reverso de la misma: "Ribadavia 1942". "(...) se levantó y fue hacia el gran ventanal desde el que podían observarse los demás rascacielos de la Gran Manzana. Trató de mirar un instante por encima de ellos.

-¿Sabes una cosa? Llevo más de cincuenta años sin comer pulpo..." (Vid. Pág. 26). De esta forma tan sutil que inevitablemente esbozó una sonrisa en mí, nos adentraremos en la historia a través de los ojos de aquel niño huérfano que se dedicaba a limpiar zapatos, a hacer los recados, a entretener a los agentes y a, sin saberlo apenas, salvar tantas y tantas vidas.


"La mañana del 3 de noviembre de 1942 nevaba copiosamente en Stuttgart, Alemania, cuando dos agentes de la Gestapo, Brunner Paulsen y Flash Eigner, entraron en el portal del lujoso edificio donde vivían los Retzman." (Vid. pág. 27). Buscaban a Simon y Eva, pero ellos ya se habían marchado. En su fabrica se falsificaban visados.

El matrimonio sabiéndose perseguido, aguardaba en la estación al tren que los llevaría hacia la frontera suiza desde la que accederían a Francia para desde allí continuar su huída. Eran de los pocos afortunados que podrían huir y llevar con ellos el suficiente dinero como para alcanzar su libertad. "Las botas Retzman, especiales para la infantería, se fabricaban en dos modelos: uno terminaba bajo la rodilla, con una caña de cerca de cuarenta centímetros, y estaban teñidas con cuero teñido de negro. El gran acierto del padre de Simon había sido reforzar las suelas con clavos de cabeza ancha, una especie de tachuela, y en ocasiones de puntera metálica y herradura en el tacón. Era evidente que, además de la durabilidad y la protección contra el frío, las botas hacían un ruido al marcar el paso inigualable por ningún otro proveedor. Incluso llegaron a fabricar unas botas de fieltro que se podían calzar debajo de las de cuero. Sin embargo, el segundo modelo que popularizó la marca fueron unas botas para mejor clima, más cortas y atadas con cordones, los que colocaba Eva, y que se ponían con sobrecalzas cerradas con una hebilla." (Vid. pág. 36). Eran un matrimonio luchador, se habían conocido en la fábrica y su amor pudo con todo, incluso con las diferencias sociales marcadas por sus familias de origen. "(...) por mucho que lo intentaron, pronto supieron que no iban a poder tener hijos. La culpa era de ambos, o al menos así lo acordaron." (Vid. pág. 36). ¡Cuánto amor incondicional en estas palabras, sin reproches... se tenían el uno al otro.


Cuando Martin, que siempre había sido Martín hasta que llegó a Nueva York y sin saber cómo su nombre se americanizó, pisó Ribadavia, los recuerdos y sensaciones... todos aquellos tiempos volvieron a él tan vívidos, tan reales... "En esa misma calle, en 1492, Martin se ve con doce años corriendo con sus utensilios de limpiabotas, pantalón de lona, camisa blanca sucia, zapatos desgastados y la vieja gorra café, camino de la estación del tren." (Vid. pág. 39). Huérfano de padre y madre, las tres hermanas Touza habían sido su consuelo, le habían dado todo su cariño y la protección que un niño precisa... eran su familia. Carmen, la mayor de las tres con 33 años, casada con Juan un excombatiente republicano al que la guerra había dejado lisiado de una pierna y con heridas también en el corazón; Luisa la mediana e Isabel, la menor, con 25 años y también la que se hizo cargo de la casa muertos sus padres, siendo también la responsable de la cantina a la que "trasladaron las tres su vida, su vivienda y sus esperanzas. Allí transcurrieron los tres años de la guerra mientras sus novios o maridos combatían. Allí sufrieron la muerte de muchos conocidos y familiares que se mataron entre ellos, aprovechando la contienda, por cuestiones de tierras o negocios en pleito... y también se mataron simplemente por odio o porque sí, porque había que matarse. " (Vid. pág. 42).


Imagen tomada del apéndice del libro, página 199


Al tiempo que van pasando las páginas, acompañamos al matrimonio, a los Retzman en su odisea por llegar a la tan ansiada Estación Libertad. Atravesar Suiza y Francia no había sido tan difícil gracias a sus posibilidades económicas y a sus contactos; pero... atravesar Los Pirineos... En este punto de la lectura mis lágrimas afloraron recordando otro libro que llevo y llevaré siempre en mí: El Ruiseñor. Imposible no revivir sus miserias, el frío en los pies cubiertos con papel de periódico, la soledad de los montes y el amparo de las casas humildes que protegieron y acogieron a tantos huidos cuando atravesamos la frontera y tuve, en este último viaje la ocasión de detenerme, de evocarlos a todos y lanzar un grito silencioso desde mi alma al cielo azul... un grito de esperanza, de vida y libertad.


Notas históricas recorren el libro y traen a la memoria la deuda contraída por la España franquista con Alemania por la ayuda recibida durante la Guerra Civil. Ello obligaba a corresponder con el envío a los nazis de aceite, naranjas, cereales, magnesita... y wolframio. "El wolframio, en concreto, servía para fabricar los filamentos de lámparas incandescentes, electrodos de soldaduras, estructuras eléctricas de los automóviles, puntas de proyectiles antitanque o la coraza de los carros blindados. Tan apreciado era por los alemanes que instauraron compañías en Galicia para extraerlo entre 1937 y 1945. Las dos zonas elegidas para ello fueron Casaio y la comarca de Carballo. En este último emplazamiento sacaron, y mucho, del Monte Neme." (Vid. pág. 54). (Tengo pendiente esta visita, ya hace mucho que quiero ir y, cuando lo haga, os lo contaré).

"También muchas empresas españolas se enriquecieron con la extracción del wolframio, vendiéndolo a los nazis fuera del convenio del gobierno, a cambio de parte del oro robado por los alemanes a los judíos y otros pueblos europeos. Así creció rápidamente el Banco Pastor, acumulando grandes cantidades de oro procedentes de Alemania. Tanto que en 1943 se permitió fundar Unión Fenosa, una gran compañía hidroeléctrica, y otras grandes empresas." (Vid. pág. 55).


Un buen día, Gilbert llegó a la estación, malherido y casi totalmente ciego. Había estado prisionero en el campo de concentración de Verne d'Ariège, al sur de Francia, en unas condiciones infrahumanas. Por equipaje, su querido violín, su fiel y único compañero. "Una noche, un grupo de soldados interrumpió de madrugada en nuestro barracón. Nos sacaron a la intemperie. Hacía mucho frío, nevaba. Seríamos una veintena de presos, nos apuntaban con los fusiles y nos hicieron formar en dos columnas. Dijeron que nos invitaban a dar un paseo, ya ven, un paseo, decían... Nos obligaron a subir a un camión y nos llevaron hasta un bosque cercano de eucaliptos. Sabíamos perfectamente dónde íbamos, y casi lo preferimos a seguir muriéndonos en los barracones. Un compañero me ayudó a bajar. No quise irme sin mi violín, no me pusieron demasiadas objeciones... total... En un rodal despejado de árboles nos hicieron formar nuevamente, alumbrados por los faros del camión. Un teniente de las SS fumaba mientras nos colocaban en la posición más cómoda para dispararnos. Yo me quedé en la segunda fila... tal vez para no ver nada, no por cobardía. El oficial tiró el cigarro, lo aplastó con la punta de la bota y mandó a sus hombres apuntar. Después, en un segundo eterno, dio la orden de ´fuego´. Yo sentí una lanza de fuego atravesándome el costado y todo se volvió oscuro." (Vid. pág. 64). Martín que lo escuchaba atónito, apenas se explicaba cómo había podido llegar hasta allí, sobrevivir a quella barbarie... desde aquel instante, entre ambos surgió una amistad, un cariño y una complicidad. Al pequeño le gustaban sus historias y Gilbert llenaba de música su vida y sus sueños de futuro. Fue él quien también le contó que los judíos debían llevar cosida en la ropa una estrella amarilla desde septiembre de 1941, que muchos habían sido llevados a campos de concentración en los que "desaparecían para siempre tras enviarlos a darse una ducha en un edificio que tenía una alta chimenea que no dejaba de echar humo negro." (Vid. pág. 75).

Aquel niño de doce años caminaba por Ribadavia cincuenta años después, ya nada quedaba de aquella estación, de aquella música, de los bocadillos a la llegada del tren y sus estratagemas para distraer a las autoridades, mientras los asustados hombres y mujeres eran conducidos por él o por alguna de las hermanas al sótano que les daría de nuevo su ansiada libertad. Recordaba también a Aurora, su amor de la niñez y no pudo sentir la punzada de lo que en aquel entonces vivió como una traición, cuando a ella la interrogaron vilmente y, como niña que era, contó lo que él le había dicho, les dio la información de que muchos eran los que cruzaban a Portugal y que pronto lo harían Gilbert y dos hermanas rusas. Y fue aso como todo un despliegue acabó con sus vidas y desde entonces, la vigilancia creció. Aquello supuso un duro golpe que tiñó de desgarradora impotencia la vida de Martín y le hizo madurar todavía más deprisa, si es que eso era posible, hacia un mundo cruel de una guerra sinsentido y sin compasión.

"Una mujer del servicio de limpieza ha visto a Martin colarse en el sótano y baja.

- ¿Necesita usted algo?

- No, disculpe. De pequeño trabajé aquí y sólo he venido a echar un vistazo.

- Pues tenga usted cuidado... Esto es una cochiquera.

- ¿Sabe que allí, en aquella grieta de la pared, había una higuera?

- Sí, es verdad. Pero había crecido mucho, una rama salía por la ventana y tapaba la fachada... Entonces la cortaron.

- Siempre hay que acabar con las cosas extraordinarias...

- A mí que me registren... La estación se caía a pedazos.

- Aquí mismo, un amigo francés, músico, me dijo que los sueños nacen en las ramas de los árboles.

Martin se percata de que cerca, en el suelo, ha nacido el brote de una nueva higuera." (Vid. pág. 100). Y recordó cuando tomó la mano de Gilbert y la acercó a las hojas para que él las pudiera acariciar.


Releo ahora, mientras estas líneas escribo, cómo fue la muerte de Gilbert y de las hermanas y siento que no puedo escribirla, deseo leerla en un audio acompañado de la sonata número 6 de Paganini y, aunque con lágrimas, aquí comparto dos breves fragmentos. Hay historias que no pueden caer en el olvido y quizá este sea un pequeño homenaje a tantas vidas y un beso al cielo por todas sus almas.


"El coche de Martin avanza por el mismo puente donde años atrás murieron Gilbert y las hermanas rusas. Nunca ha olvidado aquella noche ni lo que sucedió tal como se lo contó Manuel días después, una vez repuesto.

Martin baja del automóvil y se apoya en la barandilla, nueva más alta, recién pintada de azul. Pedro, el chófer, lo espera. Apaga el motor. Se escucha el agua del rio como la melodía de un violín astillado.

Asomado al vacío, le duele recordar que en verdad no había vuelto durante más de cincuenta años por la traición de Aurora, por ese primer sentimiento de que la vida es injusta y traicionera. Sin embargo, peores deslealtades había sufrido a lo largo de toda su vida, tanto en los negocios como también en  lo personal, y sí que las había perdonado.

La traición, esa palabra maldita, ese acto doloroso e imborrable. Ningún traidor tiene miedo de la traición. La de Aurora fue de inconsciencia, de niñez, de las que más duelen porque no se tiene todavía ninguna piedad ante la vida." (Vid. pp. 145 y 146).


"Mucho tiempo se le ha ido a Martin encima del puente, ensimismado en la corriente del agua, sintiendo cómo el río le limpia las entrañas. A lo lejos un viejo embarcadero bosteza y algo más abajo alcanza a divisar las vías del ferrocarril. Aquel ferrocarril en el que habían llegado todas sus esperanzas y por el que se había fugado su inocencia.

No había tenido descendencia. Tal vez le gustaría estar ahora junto a un hijo contándole la historia de Gilbert, de las hermanas, su propia historia. Pero el único niño que encuentra es a sí mismo, con la gorra de color café de limpiabotas y una caja de madera bajo el brazo; el único que le presta atención con los ojos llenos de tristeza.

Y es difícil contarse el pasado a sí mismo, reconocerse en una vida que parece la vida de otro. Lo más normal es mentirse, ocultarse bajo las capas de la memoria, esconderse de la verdad, de la verdad de esta vida y de tantas vidas vividas a lo largo del tiempo.

Sus pensamientos de hacen astillas contra las rocas, igual que se destrozó el violín de Gilbert o la vida de las hermanas rusas o los palos que bajan arrastrados por la corriente." (Vid. pág.151).


Su recuerdo le llevó a la noche en que los Retzman iban a cruzar la frontera. Con gran astucia las hermanas y todo el pueblo lo harían posible. Fingirían conducir un ataúd con el cuerpo de Alcino (al que habían dado un bebedizo) al lado Portugués, todos lo acompañarían, lo velarían... entre ellos los Retzman y el pequeño Martín a quien habían pedido que se fugase con ellos. Pero, se encontraron con las autoridades competentes... "-El camión y el féretro pueden pasar. Vamos a estar apuntando... Manuel (que era quien conducía), entrega allí el ataúd a aquella gente... ¡Y de aquí no se mueve nadie hasta que comprobemos la identidad de estos dos! (Refiriéndose al matrimonio Retzman).

Aquello se había embarullado mucho. Manuel lanzó a Isabel una mirada pidiendo auxilio, pero ella tampoco sabía qué hacer. Manuel arrancó muy despacio y avanzó.

Ante la falta de decisiones, Eva se agachó y abrazó a Martín. El chico le indicó a Simon con un dedo que el betún le escurría por la sien (lo habían utilizado para ocultar sus rubios cabellos) y el hombre sacó un pañuelo y lo limpió con disimulo; luego agarró de la mano a su mujer y ambos empezaron a cruzar el puente tras el camión.

Isabel y María fueron conscientes de que los Retzman habían tomado una decisión arriesgada y que no había vuelta atrás.

-¡Alto ahí! ¡Deténganse! -gritó Luis.

Manuel vio a los Retzman por el espejo retrovisor. Vio también cómo Luis y otro guardia civil liberaban los cerrojos de los fusiles y apuntaban.

-¡Un paso más y disparo!

Los Retzman no se detuvieron.

-¡Déjalos pasar, Luisito! -volvió a intervenir la vieja Teresa -. ¡Si además tú nunca has matado ni una mosca! Venías de pequeño llorando si encontrabas un pajarito muerto y no quisiste ir a pegar tiros a la guerra porque te daba miedo...

-¿Pero, hombre, es que no ve usted que ofende a Dios nuestro señor? -intervino el cura.

Luis no hizo caso a Teresa ni al cura ni al resto de la gente que vociferó nuevamente. Apretó la culata del fusil contra el hombro y apuntó a Simon.

Al otro lado del puente, los portugueses aguardaban tensos.

-¡Os quiero! -Martín gritó tan fuerte como pudo.

Cuando Luis estaba a punto de apretar el gatillo, Martín sintió que el disparo iba a ser inevitable y echó a correr.

Luis vio aparecer al niño en el centro del punto de mira." (Vid. pp.179 y 180).

Llegó entonces el coche de la Gestapo y les dieron el alto, al ver que no se detenían dispararon. El tiro atravesó el cráneo de Manuel que murió en el acto. Eva esperaba a Martín con los brazos abiertos y cuando el niño llegó a ellos, lo tomó en brazos y continuaron. Ya estaban los tres a salvo.


Una vida de libertad al otro lado del océano y ahora... el regreso a la infancia. Martin caminó hacia la vieja escuela y, asomándose a la ventana desde la que veía a la pequeña Aurora, se maravilló ante una mujer de unos sesenta años, ya no tenía aquel vestido... y era la profesora. Es tan hermoso su reencuentro que quisiera invitarte a que lo descubras... yo, tan sólo me permito mostrarte estas líneas:

"Martin saca del bolsillo la cinta blanca que Aurora le regaló la última vez que habían estado sentados allí. La sostiene entre sus manos y luego se la entrega. Ella nota el tacto de la seda entre sus dedos. La sostiene al viento y, de repente, la suelta. La cinta vuela unos segundos hasta posarse sobre el agua. Los dos ven cómo el río de la lleva, al igual que los viejos rencores, los malos recuerdos y el tiempo perdido. Martin piensa que la cinta irá al mismo lugar donde esté el violín de Gilbert..." (Vid. pág. 190)

Y aquí cierro el libro, sintiendo en mí la última de todas las frases, la que pronuncia Martin, la que provoca en mí una sonrisa eterna que me hace creer en que otro mundo es posible. Ojalá surja también en ti esa sensación. Pienso que es el mejor de los homenajes a a la valentía de estas tres hermanas y al recuerdo de la infancia de Martín.


Imagen tomada del apéndice del libro, página 193

Estar allí, pisar aquel suelo y que mi mente retrocediese en el tiempo, creó un universo de sensaciones.

Pensaba que me encontraría el quiosco, que llegaría un tren con pasajeros, algunos de ellos con el equipaje del miedo en los ojos y aparecería corriendo Martín con su gorra de limpiabotas color café, que vería a las hermanas... Y nada de ello estaba físicamente, apenas este monumento descuidado... ni tan siquiera las ramas de la higuera... abracé aún con más fuerza el libro, allí conmigo... y entonces, escuché el violín de Gilbert.



Imagen tomada del apéndice del libro, página 197

Y mientras el drone la sobrevolaba, me acerqué al cielo y susurré un GRACIAS a las hermanas Touza y a su inolvidable historia.











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