
Autor: Rafael Salmerón
(175 pp) – Editorial Anaya, 2021
Con la sutileza y belleza que acaricia la sensibilidad oriental, el autor nos lleva a dos mundos: la ciudad de Hiroshima en el año 1945 y esa misma ciudad en la actualidad. Merecedora sin cuestión del Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil en el año 2022, su mensaje está lleno de amor, empatía y lucha.

"Masuji esperaba ansioso la llegada de Ichiro, su compañero, su amigo del alma. Si no llegaba enseguida iba a hacérseles muy tarde. Apenas tendrían tiempo de llegar al parque Hijiyama. Apenas habría tiempo de prepararse. Y era eso, prepararse, lo que tenían, lo que debían hacer. Así lo había ordenado el Emperador. Debían prepararse para la lucha, para defender el sagrado suelo japonés. Hasta la última gota de sangre, hasta que el último de sus súbditos hubiera caído." (Vid. pág.17).
Estamos en el año 1945, concretamente por lo que sabremos a continuación, en el fatídico día 6 de agosto. Terminaba la Segunda Guerra Mundial y EE.UU. lanzó sin compasión sobre la población de Hiroshima una terrible bomba atómica.
Los dos niños, amigos inseparables, jugaban sin la profundidad del peligro, sin la conciencia real de lo que estaba sucediendo a pesar de llevar ya, heridas y pérdidas en sus pequeños corazones. Masuji Utada vivía con su abuelo cuya responsabilidad era el cuidado del hermoso huerto que alimentaba con grandes pepinos al Comandante.
Aquella mañana mientras jugaban encontraron un arma con el cañón torcido, aquello les pareció un inmenso tesoro y ese hallazgo les llevó a la discusión de quién se quedaría con él. Enfadados se separaron y Masuji volvió hacia la ciudad. Serían los últimos instantes juntos. Pocos minutos después, una detonación ensordecedora acabó con la infancia, los sueños y la vida del pequeño.
"Ichiro permaneció inconsciente mientras la muerte se abría paso a empujones, sin miramientos, sin detenerse ante nada ni nadie. Una extraña y novedosa muerte que había caído del cielo. Un macabro presente de polvo y fuego." (Vid. pág. 31).
Aturdido y desolado, Ichiro corrió haca su casa, pero ya no quedaba nada de ella ni de ningún miembro de su familia. Lloró y lloró. Un hombre se le apareció y le preguntó su nombre para apuntarlo en un pequeño papel que recogía el listado de los supervivientes: "Masuji", dijo.
Con el corazón herido por el relato de tal horrendo y doloroso episodio, el autor nos lleva a la actualidad de una Hiroshima que ha conseguido volver a reinventarse y en ella conocemos a Sakuro, una adolescente que nació con una malformación en su brazo derecho, inerte, sin vida, cual rama seca del cerezo. Triste y con una soledad que no deja de asfixiarla, Sakuro sólo encuentra una salida a ese dolor, a las burlas, al desprecio con el que la miran, a la falta de afecto que siente por parte de sus padres.
"Por eso, desde el mismo momento en que vio por primera vez la diminuta mano deforme de su hija, Sawako Ochida no supo mirarla más que con miedo y desesperanza. Un miedo y una desesperanza que, con el paso del tiempo, tratando de evitarle un sufrimiento aún mayor, logró disfrazar de corrección, de diligencia, de distanciamiento." (Vid. pág.53).
Y... un buen día, Sakuro coge un cuchillo grande y lo esconde en su mochila, quiere acabar con el sufrimiento. Deambula por las calles, ya lleva tiempo haciéndolo y en ellas ve siempre a un pequeño que la mira, que la observa. Es Tetsuo, sólo tiene siete años y está viviendo temporalmente con sus abuelos.
"Por fin se detiene junto al muro de hormigón que rodea el terreno del señor Utada. Lo recorre hasta dar con el estrecho agujero que, a duras penas, le permite colarse en los dominios del viejo hortelano. Con medio cuerpo fuera y medio dentro escruta el panorama." (Vid. pp.78 y 79).
Ambos comienzan a hablar cuando él le pregunta por qué va a hacerlo y de la manera más tierna y sensible, una amistad surge entre los dos. Dos mundos de dolor se unen en esos instantes.
"Poco a poco, el tiempo va pasando. El sol recorre, con la parsimonia que confiere la costumbre, los caminos del cielo. Un cielo calmo, plácido, en el que se mecen las gaviotas, que se aventuran tierra adentro, sin perder de vista la quebrada línea que dibuja la costa del mar interior de Seto. También poco a poco, los llantos se apaciguan, y el brazo se vuelve caricia, y entonces la chica y el niño, encaramados sobre el pesado equipaje emocional que cargan, charlan. Hablan de cosas sin importancia, pero tan importantes..." (Vid. pág. 114).
Leí y releí estas palabras dejando que su belleza llenase por completo mi alma. Un bálsamo curó las heridas de los dos y también las del anciano que cuidaba el huerto y todo lo había visto. Había visto cómo Sakura había dibujado con un rotulador unas gafas y un bigote en la sombra que se veía en el muro, la sombra de él. Les invitó entrar a su humilde casa y tomaron un té, celebraron así el momento en que el anciano dejó ir a la sombra, se despojó de la identidad de su amigo, se perdonó y decidió curar el dolor que con el había estado viviendo y así, feliz murió días después bajo el sol anaranjado.
Termina esta maravillosa novela con el sueño de Sakura hecho realidad: crear una novela gráfica y, a la dirección de Tetsuo, llegan las primeras páginas de la misma.
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Pura sensibilidad en esta lectura llena de sentimientos, de matices, de desgarros en el alma y de encuentros que la sanan.
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