El cazador de estrellas
- bajoinfinitasestrellas
- hace 2 días
- 5 Min. de lectura

Autor: Ricardo Gómez
(176 pp.) – Ed. EDELVIVES, 2016
El título y la portada me llamaban tanto que me sumergí con emoción en la lectura, pero hube de detenerla en las primeras páginas. Todavía hoy, años después, me cuesta pensar, leer sobre los campamentos saharauis, recordar aquel verano en que Abba se quedó en casa...
Hay algunos instantes de luz, pero también muchas sombras, dolor y un aprendizaje de esos que desgarran y se te quedan para siempre en las más profundas entrañas del alma.
Lo tenía cerca y... pasados unos días decidí volver a él y ya no lo solté hasta que lo terminé.

"La entrada, casi siempre cubierta por un toldo de lona, ofrecía un paisaje repetido: un recorte del cielo; parte del patio; una porción del techo de la letrina; un fragmento de la tapia... Solo a través del ventanuco que se abría cerca de su cabecera, velado por una gasa y protegido por una lona exterior que se echaba por las noches, podía contemplar un efímero y dinámico panorama, cuando por el camino de tierra cruzaban camiones, niños y carros. En realidad, no era necesario ni mirar. Bastaba con oír.
El zumbido de las moscas también era un ruido familiar. Cuando estaban tranquilas, apenas molestaban. Se había hecho un experto en saber en qué parte del cuerpo se posaban y, cuando tenía ganas y el dolor no era fuerte, se entretenía espantándolas con un trozo de cordel. Lo malo era cuando estaban nerviosas, lo que sucedía si presentían una tormenta o el calor era asfixiante. Entonces, se colaban en la tienda por cualquier resquicio, bullían ruidosas y si se posaban sobre la piel parecían pesar como escarabajos. Las fosas nasales, los labios o los oídos no quedaban libres de su ataque furibundo". (El cazador de sombras, página 12).
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"Y esa no era una tarea sencilla cuando uno no se puede levantar. Pero había cosas peores.
No recordaba la primera vez que sufrió el ataque. Tenía tres años, y le quedaba solo un recuerdo nebuloso de esa época. A veces, por lo que veía con Mantu cuando sufría algún daño, imaginaba que se pasó los cuatro meses llorando, día y noche, manteniendo despierta a su madre y a los ocupantes de las jaimas vecinas. Sí se acordaba de los episodios segundo y tercero, y sus chillidos de dolor.
Con doce años, ya no se llora. Además, el pecho no le dolía todo el tiempo, sino solo a veces. Había aprendido a controlar sus movimientos para reducir al máximo los momentos de crisis. Por ejemplo, sabía que no tenía que respirar a fondo. Y que si quería moverse en el lecho, debía hacerlo utilizando los brazos y los pies. ¡Nunca los músculos del abdomen!
Aunque en los cuatro ataques sintió la quemazón en el pulmón izquierdo, pronto aprendió que algún nervio extraño debía de conectar el brazo derecho con las costillas del lado opuesto, porque cualquier gesto equivocado le producía un calambre que le hería el pecho de parte a parte. Y lo peor era que entonces no podía respirar bien." (Ibid., página 23).
"Abd'salam era el hermano mayor de su madre, el único de los seis que había conseguido llegar hasta los campamentos. Los otros tres varones habían muerto hacía años, en los combates contra el enemigo. Las dos mujeres lograron salir al extranjero y vivían en países lejanos y tenían incluso hijos. De vez en cuando llegaban algunas cartas suyas, con algunos billetes que eran recibidos con la alegría y la naturalidad con la que se recibe la lluvia.
El tío trabajaba en el hospital de Smara. Formaba parte del comité de sanidad del campo y, además de ocuparse de papeles, llevaba camillas, hablaba con las familias de los enfermos, ayudaba a los médicos y traducía para ellos los pocos libros de medicina que llegaban, escritos en francés. Ageila contaba que de joven quería estudiar para ingeniero, pero la guerra llegó cuando había conseguido una beca para ir a estudiar a España y ya nunca salió del país." (Ibid., páginas 27 y 28).
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"-¿Qué son las estrellas?
-¿Quieres la leyenda o la verdad?
Bachir dudó ante esa oferta sorprendente y eligió la primera.
—Hace mucho tiempo, en nuestra tierra había unos gigantes, los Hylali Vin. Eran hombres sabios y valientes. En aquella época, la noche era oscura y no había luces que señalaran el camino. Entre todos, tomaron en sus manos las piedras de una montaña e hicieron una gran bola que lanzaron al cielo. Esa bola es la luna. Pero no contentos con sus movimientos caprichosos, subieron a la montaña más alta y con las puntas de sus lanzas hicieron agujeros en el cielo para guiar a los caminantes. Estos agujeros son las estrellas.
-¿Qué fue de los Hylali Yin? ¿Existieron de verdad?
-Dicen que existieron y que desaparecieron. Sus tumbas de piedra son enormes, gigantescas. Algún día quizá puedas visitarlas. En las tumbas de los hombres colocaban una piedra a la altura de la cabeza y otra a la altura de los pies. En las tumbas de las mujeres se añadía una tercera piedra, a la altura del vientre...
Bachir escuchó la historia de los gigantes y quedó pensativo, contemplando las estrellas. Le gustaba pensar que esos gigantes hubieran hecho esos huecos en el cielo, pero sospechó que no eran simples agujeros. Preguntó qué eran de verdad las estrellas, y Jamida respondió:
—La verdad la podrás encontrar en los libros. Aprende a leerlos y ahora confórmate con lo que ves.
Mira el cielo, ahora que puedes hacerlo. ¿Puedes encontrar la estrella más luminosa?
—Sí, allí.
Bachir señaló con el dedo, pero Jamida siguió con su tarea de dar vida a unos músculos aletargados. Sin mirar cómo el dedo del chico apuntaba hacia el punto de luz, prosiguió:
- Esa estrella se llama Vega. Si miras las que están próximas, una de ellas se llama Sheliak y otra Sulafat.
-¿ Tortuga?
-Sí. Los antiguos le dieron ese nombre: Sulatat, la tortuga.
-¿Por qué?
-¿Quieres la verdad o lo que yo puedo decirte?
Bachir eligió la segunda opción, esperando otra sorprendente historia de gigantes:
—Esas estrellas están en una constelación llamada
Lira. Se cuenta que un héroe del cielo se fabricó una lira con el caparazón de una tortuga. Sheliak y Sulafat significan lo mismo, pero la primera palabra está en persa." (Ibid, páginas 128, 129 y 130).
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Ricardo Gómez nació en 1954. De niño y de joven hizo lo que todo el mundo, pero viajó a la Luna de la mano de Julio Verne; conoció las selvas a través de las novelas de Salgari; persiguió a Moby Dick leyendo a Melville; recorrió los mares del sur con Stevenson... De entonces le quedó la pasión por leer, imaginar y narrar.
Durante muchos años enseñó matemáticas, que considera una manera de contar el mundo a través de sus propiedades y relaciones. Los últimos siete ha compaginado su trabajo de profesor con la escritura y ha recibido varios premios tanto en literatura para adultos como para niños. Aunque sigue vinculado con el mundo educativo, actualmente dedica más tiempo a escribir.
Considera que el planeta funcionaría bastante mejor si se leyera más. Piensa que la lectura nos permite comprender sentimientos e inquietudes de personas que consideramos distintas de nosotros solo porque tienen diferentes culturas o viven en lugares lejanos. Invita a leer al mundo entero, porque está convencido de que un buen libro es la mejor vacuna contra la barbarie.
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