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La historia de Iqbal

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    bajoinfinitasestrellas
  • 3 may
  • 11 Min. de lectura

Actualizado: 11 may

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Autor: Francesco D'Adamo

Traducción de Rosa Huguet - Título original: Storia di Iqbal

(157 pp.) – Ed. SM, EL BARCO DE VAPOR, 2003 (primera edición) - 2013 (22ª)


"Es una historia triste, me han dicho algunos.

No es verdad: es la historia de cómo se puede conquistar la libertad.

Y es una historia que continúa y que sigue todos los días.

Incluso mientras vosotros estáis leyendo estas líneas". (La historia de Iqbal, página 8).


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Tras un sobrecogedor prólogo escrito por el propio autor, una voz femenina comienza a relatar partiendo del presente, una historia que se me va a quedar ya para siempre en el corazón. Basada en la real, cruel, desgarradora y a la vez... esperanzadora vida de Iqbal.

"Tengo a dos de mis hermanos conmigo: Hasan que es un poco más pequeño que yo, y Ahmed, el mayor. Hasan trabaja para la misma familia que me ha acogido a mí y esto es una suerte. Son buenos patrones. Nunca nos tratan mal y no nos golpean como hacían los de Lahore. También el trabajo es menos duro: hago la limpieza, voy al mercado y estoy con los niños.

Esto es lo que más me gusta. Mi patrona tiene dos hijos, una niña y un niño. Son guapos, son limpios. Me quieren mucho y me dicen siempre: "Fátima, Fátima, ¡juega con nosotros!'". Y cogemos todas las muñecas, los peluches y otros juguetes misteriosos y extraños, y jugamos. Los hay que tienen voz, los hay que se mueven solos y otros que tienen muchas luces de colores que se encienden y se apagan. Yo no los sé usar, no los había visto nunca y a veces casi me asustan. Al principio creía que eran cosa de magia y me daban miedo.

Los niños a veces pierden la paciencia y me dicen: "¡Uf, eres tonta, Fátima!". Yo aprendo enseguida y me pasaría los días jugando con ellos y descubriendo cosas nuevas, como si también yo fuese una niña. Pero de pronto llega la patrona y me dice: "Fátima, ¿qué haces aquí? ¿No deberías estar en la cocina?". Entonces yo me escapo deprisa cubriéndome la cara por la vergüenza, porque ahora tengo dieciséis años, quizá diecisiete, no lo sé bien, pero de todas maneras, soy una mujer adulta que debería estar casada hace tiempo y tener ya mis propios hijos.

En Paquistán los patrones no nos dejaban jugar, no había tiempo; debíamos estar siempre ante el telar, desde el alba hasta el anochecer, todos los días.. Pero yo me acuedo de las cometas y de aquella vez que Iqbal y yo hicimos colar una, y de cómo nos emocionamos y fuimos felices al verla subir con el viento, siempre hacia arriba. Eso ocurrió antes de que él se marchara a ese viaje suyo tan largo, hasta un lugar que se llama América." (Ibid., páginas 10 y 11).


"La casa de Hussain Khan, el patrón, se encontraba en la periferia de Lahore, entre el polvo y los campos quemados donde pacían los rebaños que bajaban del norte. Era una casa grande, de piedra y de plancha metálica, con un patio central sucio y descuidado donde estaba el pozo, su vieja furgoneta Toyota, el techo de cañas que protegía las pacas de lana y algodón, y al final, medio escondida por plantas y hierbas silvestres, la puerta de hierro oxidada que con una empinada escalera bajaba hasta la tumba.

La fábrica de alfombras estaba debajo de la plancha metálica y hacía mucho calor en verano y frío en invierno. El trabajo empezaba media hora antes del amanecer, cuando la mujer del patrón bajaba en bata y babuchas y atravesaba el patio en la luz incierta de la noche que acababa, para traernos una forma redonda de pan chapati y un poco de dahi o crema de lentejas. Comíamos ávidamente mojando el pan en una gran escudilla común, sobre el suelo, mientras hablábamos sin parar para contarnos los sueños que habíamos tenido la noche anterior." (Ibid., páginas 16 y 17).


"Primero iban los que habían dormido encadenados por el tobillo al telar; 'las cabezas de madera' como los llamaban los patrones, aquellos que trabajaban poco y mal, que confundían los hilos de colores de las tramas, que cometían algún error en los dibujos de las alfombras (esto era lo más grave), o que gemían por las ampollas de sus dedos.

Las "cabezas de madera" eran estúpidos. Cualquiera sabe que en esos casos basta con coger un cuchillo de los que se utilizan para rascar los nudos, y pinchar la ampolla. Sale el líquido y al principio duele, pero con el tiempo la piel vuelve a crecer y se endurece y después ya no se siente más dolor. Solo es necesario saber esperar. A nosotros los no encadenados, las "cabezas de madera" nos daban un poco de pena y nos reíamos de ellos: casi siempre se trataba de los nuevos, los recién llegados, que aún no habían entendido que la única manera de volver a ser libres era trabajar mucho, lo más deprisa posible, y así borrar los signos hechos con tiza en nuestras pizarras, uno cada vez, hasta que no quedase ninguno; solo entonces podríamos volver a casa." (Ibid., página 18).

Estamos en un campo de prisioneros dedicados de sol a sol a confeccionar alfombras con sus pequeñas manos de niños.

"El trabajo empezaba con la salida del sol. La patrona palmeaba tres veces, cada uno de nosotros se sentaba ante su telar y en un instante empezábamos a hacerlos funcionar todos a la vez, con sincronía, como si lo hiciera un único par de brazos. Durante el trabajo estaba prohibido parar, hablar, distraerse. Lo único que se nos permitía era mirar las mil lanzaderas de hilo de color para elegir entre ellas la apropiada con la que componer el dibujo de la alfombra que nos habían entregado, comparando el diseño que íbamos realizando con el de un papel que nos había dado el patrón y que colgaba a nuestro lado.

Con el paso del tiempo el aire se llenaba de calor, de polvo y de borra de lana, y el ruido de los telares era tan fuerte y cadencioso que casi anulaba las voces de la ciudad, que se había despertado y ya estaba en movimiento. Los motores de los viejos automóviles y de las furgonetas cargadas de mercancías, el rebuznar de los asnos, los gritos de los hombres, las llamadas de los vendedores de té, o las voces del mercado vecino." (Ibid., página 22).

Y en el medio de aquella rutina, Iqbal aparece. Él y Fátima se harán amigos desde el primer instante.

"Poco trabajo, ninguna rupia. Lo sabíamos.

Así había transcurrido mi vida en los últimos tres años. No esperaba nada y tampoco los demás, creo. Los primeros meses pensaba a menudo en mi familia, en mi madre, mis hermanos y hermanas, mi casa, el campo, en el búfalo que tiraba del arado, en los dulces laddu, con harina de garbanzos, azúcar y almendras que comíamos en las fiestas. Pero con el paso del tiempo también estos recuerdos se iban difuminando, como la trama de ciertas alfombras que se desvanece bajo las muchas pisadas.

Hasta el día -era primavera- en que apareció Iqbal.

Y con él la libertad." (Ibid., página 24).


"Todos -estoy segura- pensábamos lo mismo que aquel nuevo chico que venía a reunirse con nosotros, uno de los tantos que llegaban o se iban tenía algo diferente, pero en aquel momento no logramos entender qué. Nos miró, uno por uno; estaba triste, cierto, como quien hace tiempo que está fuera de su casa, lejos de sus padres y de sus afectos, como quien es poco más que un esclavo, como quien no sabe qué futuro le va a corresponder. Estaba triste como un chico que nunca ha podido jugar con un balón o correr por el suk por las tardes intentando robar fruta de los huertos o tirando piedrecillas contra una pared.

Pero no tenía miedo.

—¿Qué miráis vosotros, caramba? -gritó Hussain-. Seguid trabajando.

Nos volvimos de golpe hacia los telares, pero seguimos mirando por encima del hombro. Hussain llevó al chico nuevo hasta un telar vacío, justo al lado del mío, sacó de debajo de la banqueta una cadena oxidada y se la fijó en el pie derecho." (Ibid., página 28).

Leer sus penurias me rompía el corazón. Poco me costó sentirme uno de ellos y junto al dolor y esas condiciones infrahumanas, la fuerza y la luz de Iqbal que los sacó de la esclavitud, que los llenó de valentía y coraje.

Castigos y represalias por tratar de escaparse, por destrozar una alfombra y al fin... la victoria que le lleva hasta el Frente para la Liberación que hará que toda la tortura cese ya.


"Y finalmente llegó la primavera de las cometas.

En mi interior la he llamado siempre así. Aún recuerdo cuándo empezó a soplar el viento de las montañas: primero era frío pero limpio; después se suavizó con el sol y barrió las nubes, el humo y el polvo de la ciudad; luego secó la lluvia y la humedad que se había filtrado por todas partes a lo largo de los meses. Y finalmente, nos hizo sonreír.

En el patio crecieron extrañas flores y hierbas salvajes, que esparcían buen olor cuando salíamos para la pausa del mediodía. Aparecieron también dos gatos callejeros que nunca habíamos visto y a los que no había manera de agarrar. Mohammad se estiraba al sol y tarareaba contento. Karim también se estiraba y protestaba porque tenía miedo de que el patrón se metiese con él. Fili estaba aún más delgado que antes, si eso era posible; se le había curado la mano y tenía que trabajar como todos." (Ibid., página 99).

Todos los niños habían sido liberados. Y Fátima...

"Tengo que ir corriendo al telar. Voy retrasada y el patrón me castigará". Me levanté y me vestí con prisa. Salí al corredor. La gran casa estaba desierta y en silencio. Miré al piso de abajo.

Nada de telares, nada de patrón, nada de trabajo.

Me puse a llorar sentada en las escaleras. No sé por qué. No había llorado ni una sola vez en todos aquellos años. No había llorado cuando me sentía sola y perdida, prisionera en el taller de Hussain; no había llorado cuando las manos me sangraban después de un día de trabajo; no había llorado cuando temía que Iqbal muriese, allá en la tumba.

Pero en aquel momento no lograba aguantarme los sollozos. Una de las mujeres que conocí el día anterior salió de la cocina y me cogió entre sus brazos.

—No tengas miedo, pequeña -me dijo-. Ya se ha acabado todo.

Pero yo no lloraba de miedo. Era otra cosa.

Poco a poco se fueron despertando todos. A juzgar por sus caras de asombro, no estaban mucho mejor que yo. Desayunamos y nos repartimos por todo el gran salón del primer piso y por el jardín.

No sabíamos qué hacer. La mujer -descubrimos que era la esposa de Eshan Khan- nos dijo:

—¡ld a jugar, niños!

Nos repartimos en grupos de mala gana. No estábamos acostumbrados. Hacía años que no juga-bamos y no sabíamos qué hacer." (Ibid., página 112).


Una nueva vida comenzaba para todos los pequeños.

"Llegó Eshan Khan, sonriente y vestido de blanco como de costumbre. Nos reunió a su alrededor y nos dijo que cada uno debía decirle el nombre de su pueblo. El Frente se cuidaría de encontrar a nuestras familias y llevarnos a casa.

—Podréis abrazar a vuestros padres -nos dijo.

La mayor parte de nosotros gritó de alegría y fue nombrando localidades desconocidas. Pero algunos se quedaron aparte.

—Yo no tengo familia, ¿dónde iré? -dijo Karim, grande y torpe.

La pequeña María vino a refugiarse entre mis brazos y me susurró al oído con aquella voz que todavía me resultaba extraña:

—Tengo miedo de que mi padre haya muerto, te tengo solo a ti. ¿Dónde irás tú, Fátima?

Ya. ¿Qué podía hacer yo? Tenía solo un vago recuerdo de mi madre y alguna pálida imagen de varios de mis hermanos. No recordaba ni sus nombres. No estaba segura de cuál era mi pueblo. Cuatro cabañas en medio de los campos, en cualquier parte. A veces incluso pensaba que nunca había existido.

Iqbal vino a mi lado.

—Tú te irás, ¿verdad? -le pregunté." (Ibid., página 113).

...

"Empezó así el año que estuvimos con Eshan Khan y los activistas del Frente para la Liberación.

-Quiero quedarme con vosotros -les comunicó

Iqbal a los hombres y mujeres del comité directivo aquella misma noche después de cenar, en la sala del piso bajo donde estaban reunidos-, y ayudaros a liberar a todos los niños esclavos en Paquistán.

Eshan Khan le miró sonriendo.

—Eso no es posible, Iqbal. Tú has sido muy valiente al rebelarte a tu patrón y ayudar a liberar a tus compañeros. Pero no puedes quedarte con nosotros. Tú perteneces a tu familia. ¿Qué dirían tus padres si no te llevásemos otra vez con ellos?

—¿De qué sirve que yo vuelva con mi familia -rebatió Iqbal- si dentro de un año o quizá antes puedo ser esclavo otra vez? Y lo mismo puede pasarle a María, o a Fátima, o a algún otro de nuestros compañeros. ¿Cuántos hay que trabajan como trabajábamos nosotros?

—No lo sabemos con seguridad. Son muchos. Solo aquí en Lahore los tejedores clandestinos son cientos, y además están los hornos de ladrillos, y arriba, hacia las montañas, las minas. Y los esclavos agrícolas... Decenas de millares de niños, cientos de miles quizá..." (Ibid., página 117).

Unidos y gracias a la infiltración de Iqbal continuaban liberando a niños hasta que un día Eshan Khan llamó a Iqbal y a Fátima y enseñándoles un mapa, un punto en la costa de un mar inmenso, les dijo:

"-Esta ciudad se llama Boston -continuó, ignorando nuestra demostración de conocimientos, y en ella conceden un premio que se llama "Juventud en Acción". Se otorga a un chico o una chica de cualquier parte del mundo que se haya distinguido por hacer algo útil. El premio lo da la empresa Reebok.

-Sí, los conozco -insistió Iqbal-. Hacen zapatillas.

Hacía tiempo que yo soñaba con tener un par de Reebok, pero eran demasiado caras.

-El premio es de quince mil dólares.

-¿Y cuántas rupias son?

-Muchas. Muchas más de las que nosotros podemos imaginar. Este año el premio se lo han concedido a Iqbal.

Se hizo un largo silencio.

-¿A mí? -preguntó Iqbal, turbado.

-Sí -confirmó Eshan Khan-. ¿Y sabes qué significa? Que ahora eres famoso en todo el mundo, que todos saben lo que sucede en Paquistán y conocen nuestra lucha para la abolición del trabajo de menores. Quiere decir que de ahora en adelante 'ellos' tendrán que tener cuidado antes de tocarnos. Es una victoria, Iqbal, y es mérito tuyo. Tú y yo nos iremos a Boston a buscar el premio. Y antes... -hizo rodar el mapa mundo-, nos pararemos aquí.

Nos indicó una zona en forma de perro.

-Esto es Suecia -explicó.

-¿Y qué es?

Un país donde hace mucho frío. Está en Europa. Allí van a celebrar una conferencia internacional sobre los problemas relacionados con el trabajo. Habrá gente de todo el mundo. Y quieren oírte hablar." (Ibid., páginas 136 y 137).

.

"Mientras le van a probar los pantalones, Iqbal, en calzoncillos y muy avergonzado, me dice:

—¿Qué miras? -y yo le saco la lengua.

Iqbal, de pie en el centro de una sala vacía, aprendiendo de memoria el discurso que deberá decir en Suecia y en Boston, se atraganta cada seis palabras y me pide:

—¡Venga, Fátima, ayúdame!

Y entonces yo cojo el texto escrito por Eshan Khan y, leyendo aún con un poco de dificultad, le voy apuntando:

-... El día de hoy, en Paquistán, siete millones de niños se levantan antes del amanecer, todavía es noche cerrada. Trabajan hasta que cae la noche. Tejen alfombras, cuecen ladrillos, aran los campos, bajan a las minas... No juegan, no corren, no gritan. No ríen. Son esclavos y llevan cadenas en los pies...

-... Mientras exista en el mundo un niño que no tenga infancia, que sea maltratado, violado, nadie podrá decir: "Esto no me incumbe". No es verdad. Incumbe a todo el mundo. Y no es verdad que no haya esperanza. Miradme a mí: yo he tenido esperanza. Ustedes también deben tener valor...

¿Cuánto faltaba? Seis días." (Ibid., página 140).

Estas palabras fueron como un dardo en mi corazón, un grito para despertar y a la vez... el presagio de algo terrible.

Él y Fátima que cierra la historia con increíble sensibilidad no volvieron a reencontrarse. A Iqbal le pegaron varios tiros desde la ventanilla de un coche negro, le silenciaron la boca, pero no la voz pues sigue vivo en cada uno de los niños que llegan pidiendo ayuda, en cada brizna de viento fresco... María escribió a Fátima y se lo contó, en sus palabras, la esperanza puesta en el que un día les trajo la libertad.





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