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La Cofradía de la Luna Roja (*en construcción)

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    bajoinfinitasestrellas
  • hace 5 días
  • 10 Min. de lectura

Actualizado: hace 3 días

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Mucho he disfrutado esta lectura llena de intriga en un pueblo de Cuenca y en una casa heredada en la que hace años ocurrió algo terrible que la sensibilidad de la protagonista revive como si ella fuese la niña que en aquel pasado desapareció. Diciendo unos que se había caído en el pozo, afirmando otros que se la habían llevado los lobos.


"Antes de que pases esta página debo advertirte una cosa: cuando empieces a leer la historia de Alba, no podrás dejarla hasta el final. No es amor de autor (bueno, un poco sí...), sino la pura verdad, porque esta novela lo tiene todo: una protagonista con voz propia llamada Alba que, durante el verano más intenso de su vida, descubrirá que la vida es mucho más complicada de lo que creía, un pueblo perdido, una pandilla inesperada, una casa heredada que guarda numerosos secretos, un pozo maldito y una tierra que esconde muchos cadáveres... Y todo ello a la luz de una misteriosa luna roja. ¿Se puede pedir más?

Espero que disfrutes con la lectura de esta historia tanto como lo he hecho yo al escribirla."

Nota del autor


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"Me llamo Alba y esto que voy a contar es la historia más extraña del mundo. Mi historia. Sí. Me ha sucedido a mí y, aunque asegure y vuelva a asegurar que es un caso real, sé que habrá mucha gente incrédula, de esa que desconfía de todo lo que cuentan los demás. Habrá quienes piensen que lo que voy a relatar es fruto de la imaginación desbordante de una niña de doce años, que debería estar ocupada en sus tareas escolares o tocando el piano, para hacer algo de provecho.

Todo comenzó cuando papá recibió una carta. Recuerdo que era un viernes lluvioso, a finales de febrero. Se sentó en la butaca que tiene junto al ventanal del comedor, la que usa para leer y para dormitar cuando mi madre, Santi y yo nos quedamos viendo una peli los sábados o los domingos por la tarde. También recuerdo que yo estaba haciendo ejercicios de matemáticas y que mi hermano se esforzaba por aprenderse de memoria los nombres de un montón de animales en inglés.

Nos acercábamos al final de la segunda evaluación..." (La Cofradía de la Luna Roja, página 9).

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"Y señaló con la mano, como si fuéramos tontos.

El pueblo estaba enclavado en la ladera de una montaña. Desde lejos, la primera impresión que me llevé fue desoladora. Se trataba de un conglomerado de casas del color de la tierra, destartaladas y viejas, una iglesia en la parte más alta del villorrio con una torre, que debía de ser el campanario. Las casas se apiñaban sin orden ni concierto, como si hubieran caído rodando desde la cumbre de la montaña.

Alrededor solo había pinos y más pinos, formando un bosque interminable que bajaba desde arriba y amenazaba con engullir la aldea. La carretera serpenteaba por la parte baja, como lamiendo las tapias y los portalones, y se alejaba en la distancia hasta perderse detrás de las curvas de la serranía.

Me pregunté si no sería un pueblo fantasma. Uno de esos pueblos con las paredes de las casas medio derruidas, llenas de lagartijas, las malas hierbas creciendo por todas partes, los tejados vencidos por la lluvia y el viento." (Ibid., página 17)

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"—¡Lo que hace falta ahora es tu toque! -exclamó mi padre, abrazando por el talle a mi madre.

Mamá se dejó besuquear fríamente.

—¡No seas zalamero!

Él le dio un beso fugaz en los labios.

—¡Vamos al huerto!

Detrás del salón comedor y de la cocina estaba la puerta acristalada por la que se accedía al patio. Este era mucho más grande que la casa. Unos pocos metros junto a la vivienda estaban enlosados, pero la mayor parte era de tierra. A la derecha, en primer término, había un pozo cegado con una enorme losa.

Tres tiestos con geranios descansaban sobre él. Al fondo del huerto había una higuera y un almendro. En un rincón, a la izquierda, y junto a la tapia, crecía un granado salvaje. En realidad, el huerto era un terreno lleno de malas hierbas, piedras y flores silvestres.

—¡Esto es una maravilla! -gritó mi padre, entusiasmado.

Mi hermano estaba junto a mí, silencioso, mirándolo todo a través de sus gafas, sin mover los labios ni hacer un gesto, como si todo aquello no fuera con él. A Santi le cuesta transmitir sus emociones. A veces me pregunto si mi hermano no será autista." (Ibid., página 21).

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"Miré a mi alrededor. Todos los objetos que me rodeaban en aquel mágico desván parecían contemplarme desde su inmovilidad de casi un siglo. Debía de haber comenzado a oscurecer en el exterior, porque la luz que se filtraba por la ventana entreabierta era tenue, gris, apenas un soplo de claridad que instalaba alrededor una suave penumbra.

De pronto me pareció que la oscuridad que me cercaba tenía una consistencia hostil.

Volví a mirar la tela negra. Abrí con cuidado los pliegues y ante mí apareció un retrato.

Lo cogí y, cuando fijé mis ojos en él, ahogué un grito de pánico. Lo solté como si fuera un alacrán. Me quedé con los ojos desencajados, sin poder apartarlos de aquellos rostros que me miraban a través del polvo de los años.

Era una familia muy antigua. La fotografía estaba en blanco y negro..." (Ibid., página 36).

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"Francisco dejó de sonreír.

-Maldiciones, leyendas, fábulas y patrañas hay muchas -afirmó después de unos segundos-. Yo vivi la guerra. Tenía nueve años cuando llegaron aquí los soldados. Ya entonces había historias. Luego, cuando terminó, las cosas no resultaron fáciles para na-die. Había que tirar palante a pesar de los muertos y las rencillas entre los propios vecinos. La gente comenzó a abandonar el pueblo. Unos porque no querían hacerse viejos aquí. Otros porque buscaban un futuro mejor lejos de estas tierras. Todos empujados por el deseo de desaparecer y no regresar nunca.

—Pero tú, bisa, conoces la maldición de la casa de Alba... -insistió Begoña con un tono de impaciencia.

Los ojos de Francisco se quedaron atrapados en la telaraña de la memoria.

-Claro. Pero no me gusta contar la historia del pozo.

-¿Por qué? -preguntó Celia.

Francisco hizo una mueca ambigua.

-Es una historia triste.

-¿Por qué dicen que es una casa maldita? -insistió Celia sin darse por vencida-. ¿Qué pasa con el pozo?

Francisco suspiró.

—En esa casa vivía mi amigo Diego, que era de mi edad. Toda la tierra que había tras la vivienda era monte perdido. El lugar se conocía como El Aquelarre y la gente del pueblo procuraba no acercarse

mucho por alli, porque según se decía era un terreno maldito.

-¿Qué quiere decir?- inquirí.

El bisabuelo de Begoña me miró con expresión ceñida.

—Los más viejos del lugar afirmaban que mucho tiempo atrás, quizá siglos, quemaron en ese lugar a unas mujeres, aunque nadie sabía a ciencia cierta ni cuándo había ocurrido eso, ni quiénes fueron esas infelices, ni por qué las quemaron.

Nos quedamos callados unos momentos.

—El padre de Diego se llamaba Adán -siguió diciendo Francisco-. Él construyó la casa. Quiso hacer un huerto y compró un trozo de aquellas tierras al ayuntamiento por cuatro chavos. Luego levantó la tapia, aró la tierra y plantó árboles. Pero no tenía agua para regarlos. Debió de pensar que excavando en la tierra conseguiría hallar un manantial. Así fue como concibió la idea del pozo.

Francisco hizo una breve pausa, que aprovechó para pasarse la mano por la barbilla, como acariciándose.

—Diego y yo andábamos siempre juntos. La tarde que su padre empezó a excavar estábamos allí, ju-gando, sin hacer mucho caso de él. De pronto oímos que daba un grito. Los dos nos volvimos asus-tados. Había comenzado a cavar con la azada y de la tierra manaba un agua roja que parecía sangre.

Tanto su padre como nosotros dos nos asustamos porque aquello no era normal. El líquido brotaba..." (Ibid., páginas 54 y 55).

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"-¿Qué quiere decir? -inquirí.

El bisabuelo de Begoña me miró con expresión ceñuda.

—Los más viejos del lugar afirmaban que mucho tiempo atrás, quizás siglos, quemaron en ese lugar a unas mujeres, aunque nadie sabía a ciencia cierta ni cuándo había ocurrido eso, ni quiénes fueron esas infelices, ni por qué las quemaron...

Nos quedamos callados unos momentos.

—El padre de Diego se llamaba Adán -siguió diciendo Francisco-. Él construyó la casa. Quiso hacer un huerto y compró un trozo de aquellas tierras al ayuntamiento por cuatro chavos. Luego levantó la tapia, aró la tierra y plantó árboles. Pero no tenía agua para regarlos. Debió de pensar que excavando en la tierra conseguiría hallar un manantial. Así fue como concibió la idea del pozo.

Francisco hizo una breve pausa, que aprovechó para pasarse la mano por la barbilla, como acariciándose.

—Diego y yo andábamos siempre juntos. La tarde que su padre empezó a excavar estábamos allí, jugando, sin hacer mucho caso de él. De pronto oímos que daba un grito. Los dos nos volvimos asustados. Había comenzado a cavar con


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"(...) no pude evitar mirar la escalera de piedra que subía al desván. Me asomé. Allá arriba, la puerta que daba acceso a la parte superior de la casa parecía una boca oscura que me llamaba sin necesidad de palabras. Me sentí fatalmente cautivada. Comencé a subir, peldaño a peldaño, sintiendo que mi corazón empezaba a bombear con fuerza. De repente dejé de oír la voz cantarina de mi madre, desaparecieron los sonidos del huerto, de la calle, de la casa... Llegué arriba y puse la mano en el picaporte, antiguo y de hierro. Lo giré lentamente hasta que abrí la puerta por completo, sin un solo chirrido. Otra vez el olor del tiempo retenido. Cerré a mis espaldas. Ante mi, de nuevo, se abría aquel desván en el que reinaba una atmósfera vaga y misteriosa. Mis ojos recorrieron poco a poco todos los objetos sin vida, sorprendidos por esa quietud de las cosas que están al otro lado de la realidad. Me di cuenta de algo que no había observado en mi primera visita. En una de las paredes había varias cabezas disecadas de ciervos, jabalíes y zorros. Sus inmóviles pupilas de cristal parecían mirarme desde la inmensidad de la muerte." (Ibid., página 63)

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"Aquella noche, mis padres, Santi y yo salimos a dar una vuelta por el pueblo para

familiarizarnos con el ambiente local. El verano estaba siendo muy caluroso durante el día, pero por la noche el aire refrescaba y apetecía pasear. Lo hacía toda la gente. Mi padre ya conocía a muchos lugare-ños. Algunos de ellos habían sido precisamente los que él había contratado para las reformas, la limpieza o el abastecimiento de la casa. Además, las noticias en un pueblo como Azanca vuelan más que en ningún otro lugar. Todo el mundo sabía que mi padre era el nieto de Diego y el bisnieto de Adán, el que levantó la casa, hizo el huerto y construyó el pozo.

A nadie se le escapaba que éramos los descendientes de aquella familia que había abandonado el pueblo casi ochenta años atrás después de la desaparición de mi antepasada.

Así pues, la gente nos miraba con cierta familiaridad.

Nos sonreía, nos saludaba y nos hacía comentarios de bienvenida. Creo que a todo ello contribuía el carácter dicharachero y bromista de mi padre..." (Ibid., página 65).

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"(...) eran enviados del diablo, o algo así.

... -Ines sonrió

—¿Y lo segundo?

otra vez con su boca sin dientes al recordar aquello.

—Lo otro era una especie de marca que tenía en el talón del pie izquierdo.

Al oír aquello me puse de pie, aterrorizada. Las dos mujeres me miraron asustadas.

—¿Pasa algo? -quiso saber la mujer de Genaro.

Yo me había puesto pálida.

—¿Cómo era esa marca? -tartamudeé.

La vieja miró hacia el fondo de su mente, con los ojos entrecerrados. Luego suspiró, como si evocar todo aquello le produjera un dulce dolor.

—Era una luna menguante roja.

No la dejé terminar. Pretexté una urgencia y salí corriendo a la calle. Me alejé sin dejar de correr, espantada, hasta doblar la esquina, y me apoyé en una fachada con el corazón desbocado.

¡Yo también era zurda! ¡Y tenía en el talón del pie izquierdo aquella marca! ¡Desde mi nacimiento! ¡Una pequeña luna menguante roja!" (Ibid., página 118).

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"Yo notaba mi respiración agitada, el corazón golpeando como un tambor dentro de mi pecho, las sienes ardiéndome, el pulso tembloroso.

—Te has puesto pálida -insistió. Te prepararé ese vaso de leche con cacao. Debes de haber pillado frío.

Con esta lluvia, no me extraña...

El hombre se levantó, dejándome sola unos instan-tes, que yo aproveché para ojear la leyenda de la Cofradía de la Luna Roja.

Desde tiempo inmemorial se sabe que en el mundo existen entes dotados de una sensibilidad especial: magos, duendes, hadas, espíritus... Viven en una realidad paralela, en otra dimensión temporal, a caballo entre el mundo que percibimos los seres humanos y el mundo extrasensorial, el que está al otro lado de nuestra realidad cotidiana. A finales de la Edad Media, en nuestra comarca hubo una pequeña hermandad de brujas que celebraba sus ritos alrededor de una hoguera." (Ibid., página 159).

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"(...) presidía el cielo una luna menguante roja como la sangre. Por esa razón se las conocía como la Cofradía de la Luna Roja. En estas reuniones rendían culto a la hechicería, a los encantamientos y a los misterios de la naturaleza. Alardeaban de controlar los cuatro elementos básicos: el fuego, el aire, la tierra y el agua, y gustaban de intervenir en el acontecer de las cosechas, en el ciclo de las estaciones, en las costumbres de los animales y en el devenir de las cosas que forman parte de la vida diaria, incluidos los sentimientos y las emociones. Todo lo controlaban. Durante muchos años hubo epidemias, sequías, guerras y catástrofes. La vida era durísima. Morían los hombres, morían los niños, morían los animales...

Las calamidades se sucedían en la región sin que nadie ni nada pudiera evitarlo. La muerte se adueñó de esta tierra durante décadas. Los hombres buscaban culpables y pronto las brujas fueron señaladas. Una noche en que la luna estaba menguante y roja, todos los varones de Azanca y de los pueblos de los alrededores, armados con hoces, cuchillos, hachas y palos, acudieron al lugar donde las brujas solían reunirse, un terreno conocido como El Aquelarre, y les dieron muerte quemándolas vivas en su propia hoguera.

Los gritos de aquellas mujeres se confundían con el crepitar de las llamas, mientras soltaban toda clase de maldiciones. Al finalizar la barbarie, comenzó a caer una lluvia roja. Entre todos los hombres cavaron una inmensa zanja y enterraron los restos calcinados de las brujas bajo aquella lluvia de sangre. El lugar ha quedado maldito desde entonces.

Me quedé estupefacta después de leer aquella historia." (Ibid., página 160).



 
 
 

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