El secreto del galeón
- bajoinfinitasestrellas

- 26 ago
- 7 Min. de lectura

Autora: Ana Alcolea
(205 pp.) – Ed. ANAYA, 2014
Dos líneas temporales se entrecruzan en este libro sin conocer hasta el final el hilo que las une para siempre. La autora ha vuelto a escribir para entretener, para pensar, para descubrir una historia bonita que, al igual que en su novela Los secretos que guardan las estrellas, me ha hecho viajar en el tiempo, conocer otras culturas, otras costumbres, otras condiciones de vida.

A principios del siglo XIX, Marina viaja con su familia desde las colonias americanas a España. Lo hace en un galeón junto a su madre, sus hermanas, la esclava Ramira que se ha ocupado de ellas desde siempre y el resto de la tripulación. Siguen a otra embarcación en la que navega su padre.
En la línea que se corresponde con el presente, Carlos, un adolescente que adora las artes marciales y al que le encantaría que sus padres no estuviesen separados, vive el reencuentro de ambos arqueólogos y también vive su primer amor: Elena que... sabremos después, es clave en la trama.
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"Ramira dormía en un camastro en el piso superior del camarote de las niñas. Cada vez le costaba más subir los escalones de la escalera que la llevaba cada noche al lugar donde dormía y donde guardaba todas sus pertenencias: un viejo rosario, sus ropas, un libro que un día robó de la biblioteca de su padre y que nunca había leído porque no sabía leer, y su secreto mejor guardado, unas estatuillas negras de madera que guardaban los espíritus de sus antepasados. Se las había dejado su abuela cuando murió. La anciana le había ordenado que no se las enseñara a nadie, que parte de su poder estribaba precisamente en eso, en que nadie más que ella conociera su existencia y en que nadie más que ella las pudiera ver: según las antiguas tradiciones, si un blanco las contemplaba, les podía robar el alma, y por tanto, todo el poder del que ellas, la abuela y Ramira, extraían el suyo.
Un poder que Ramira sentía que la abandonaba, o que al menos, no le daba las fuerzas de las que siempre había disfrutado desde que las heredó de su abuela. Los años pasaban, y Ramira no era ya la joven mulata que entró al servicio de doña Ofelia poco antes del nacimiento de su primogénito, que tenía veinte años, y los esperaba en España, pues había partido dos meses antes que ellos.
Se sentó sobre la cama y sacó las estatuillas de debajo del colchón. Se colocó el rosario a modo de collar, como hacía cada noche, y dijo sus oraciones. Unas plegarias que unían ritos cristianos y ancestrales cultos que los primeros esclavos llevaron consigo desde las costas africanas hasta las exuberantes tierras de América. Las decía para sus adentros, porque sabía que aquellos rituales estaban prohibidos, y que más de una de sus compañeras habían sido acusadas de brujería por la Santa Inquisición.(El secreto del galeón, páginas 29 y 30).
Marina, rebelde y decidida, cogió las figurillas rituales de Ramira sin que se diera cuenta y pidió con todas sus fuerzas que el capitán pagase el haberla engañado. Esa misma noche, una terrible tempestad se lo llevó.
"Una vez que el mar se hubo calmado, todo pareció volver a la normalidad en la nave del almirante Guzmán. La desaparición del capitán Monsalve no había sido aún notificada a la nave principal, donde valoraban los leves daños que habían sufrido, en nada equiparables a los de la Buena Esperanza, que, a pesar de ser un navío más grande y más moderno, había vivido la pérdida de su capitán. Don Enrique se sentó un rato en su camarote y escribió en su cuaderno de bitácora la noticia sobre la tempestad. Había sido extraño que una tormenta de esas características se hubiera creado tan de repente, cuando instantes antes el cielo estaba claro y el mar en calma.
«Pero el trópico es así, pensó, los vientos cambian de pronto y la naturaleza se conmueve de manera inesperada»". (Ibid., página 78).
Dede ese día, caminaba cabizbaja sintiéndose culpable por lo ocurrido. Confesó lo que había hecho y desde ahí, tanto ella como Ramira supieron que las desgracias se encadenarían.
"Marga estaba preocupada por el asunto de la investigación. Llevaba años trabajando en arqueología, con restos hallados en lugares lejanos, con objetos extraños que llevaban miles de años enterrados. Incluso un par de veces se había visto las caras con momias del antiguo Egipto y con huesos de necrópolis romanas. Pero nunca le había ocurrido lo que estaba viviendo con la estatuilla africana. En cuanto cerraba los ojos, le parecía que aquel trozo de madera con dientes vigilaba su sueño. Cuando andaba por el pasillo de su casa, sentía su presencia detrás de ella. Cuando estaba en el cuarto de baño, notaba una sombra en el espejo que desaparecía enseguida.
En el museo, en cuanto entraba en la sala donde estaba, le dolía la cabeza, o se mareaba, o sonaba el teléfono móvil sin que nadie contestara Siempre ocurría algo, y todo había empezado con la llegada
de la figura.
-Que casualmente también coincide con la llegada de papá- apuntó Carlos.
-La presencia de tu padre no tiene ninguna relación con mis mareos, ni con que suene el teléfono. A ti también te ha pasado, ¿no? También tú has recibido llamadas sin emisor alguno.
—Sí, pero nunca se me ocurriría pensar que haya detrás ningún fantasma. ¿De verdad crees que están causadas por la interferencia de algún espíritu del más allá? Cualquier abogado pediría que te retiraran mi custodia, si llegaran a enterarse de que piensas esos disparates.
Marga se quedó callada y pensativa. Su hijo tenía razón. Cualquier abogado... Solo que Federico nunca haría algo así. El mismo había hablado de los poderes mágicos de aquellas tallas, así que no podía acusarla de haber perdido la cabeza por tener dudas al respecto de ciertos síntomas sospechosos. Además, nunca habían necesitado abogados para ponerse de acuerdo sobre la educación de Carlos. (Ibid., páginas 152 y 153).
Poco a poco, vamos conociendo el vínculo entre los dos tiempos. La figurilla que tanto atormentaba a Marga, la madre de Carlos, era igual a la que el padre de Elena sostenía. Y la imagen del camafeo, igual a Elena.
"—La caja gemela de la que yo tengo —reconoció Alvaro.
El padre de Elena la cogió, y acarició la vieja madera, desgastada por el agua del mar. Se levantó y trajo la de su abuela. Al abrir la tapa, empezó a sonar la música.
-Esta caja ha pertenecido siempre a mi familia. Las dos fueron fabricadas como un encargo del abuelo de mi tatarabuelo para su mujer. Las dos iguales.
-¿Y por qué dos cajas iguales, papá?
-Porque una iba a desaparecer para siempre —respondió.
-¿En el mar? —preguntó Federico.
-Efectivamente —afirmó Álvaro, sorprendido por la pregunta del padre de Carlos—. Según parece, en su viaje de regreso de Puerto Rico, la familia del almirante Enrique de Guzmán viajaba en el barco Buena Esperanza, mientras que él lo hacía en el Santa Catalina. Una noche de niebla, el Buena Esperanza chocó con un islote y se hundió. Por fortuna, todos los tripulantes y los pasajeros sobrevivieron. Todos menos una esclava de la familia Guzmán que viajaba con ellos. Ella murió en el naufragio. Según parece, la abuela de mi tatarabuelo, doña Marina de Guzmán, estaba muy unida a ella, y quiso hacerle una ofrenda a su memoria. Un retrato suyo que había pintado y esmaltado su propio marido, y que había mandado engarzar en un broche. Embarcaron rumbo a Puerto Rico y en el lugar exacto en el que el mar se había tragado al barco, lanzó una de las dos cajas de música con el retrato dentro. Este broche. Elena se parece muchísimo a aquella Marina, como pudieron comprobar hace unos días.
-¿Por qué lo haría?
-Nadie lo sabe. Pero parece que a doña Marina la persiguieron terribles pesadillas desde el día del naufragio. Había algo que la unía a aquella mujer que no le dejó dormir bien hasta el día de su muerte.
Tal vez algo mayor incluso que el hecho de que había sido ella la que la había criado. Quizás ambas guardaban algún secreto inconfesable, que Ramira se levó con ella al fondo del océano. Eso nunca lo
sabremos.
-¿Y el marido pintor de Marina? ¿Quién era? - intervino Carlos.
-Uno de los marineros de la tripulación del Buena Esperanza. Según me contó mi madre ayer, había una historia oscura en su pasado, algo que pasó de generación en generación como un secreto de familia. Tal vez ese sea «casi» todo el misterio: parece ser que el joven Marcelo Iniesta era hijo de la esclava que murió en el naufragio, una mujer de piel oscura, de origen africano. Por eso, cambió el apellido y adoptó el de los Guzmán, que le pareció más aristocrático. Tonterías, pero en fin, es lo que hay... —justificó Álvaro.
-¿Africana? —musitó Marga—. Como la estatuilla que encontramos entre los restos del naufragio. Entonces...
-Entonces —repitió el padre de Elena— era de ella.
Álvaro fue a su dormitorio donde había dejado su maleta. La abrió y sacó un paquete que fue desenvolviendo mientras llegaba al salón.
—Como esta.
A Marga le dio un vuelco el corazón. Aquella figura era idéntica a la que tenía en el museo. Miró a su marido, que le devolvió la mirada con un suspiro.
—Pues bien, Ramira —explicó Álvaro—, era de origen africano, y algunos de sus antepasados habían sido hechiceros, así que guardaba dos estatuillas con las que rezaba cada noche, y a las que pedía protección para ella y para sus señores. Poco antes del naufragio, debió de reconocer al joven marino como hijo suyo, y le dio los dos ídolos para que los conservara. El barco se hundió y ella con él. Una de las figuras cayó al agua y la otra la conservó Marcelo. Y fue esta la que pasó también de generación en generación en mi familia, hasta este momento, que ha llegado a mis manos. La otra siempre estuvo en el fondo del mar hasta que se recuperó para la investigación arqueológica. " (Ibid., páginas 201 y 202).
El mar guarda secretos que siempre se quedarán en él.



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