Autor: Robert Seethaler
Traducción del alemán de Ana Guelbenzu
(139 pp) – Ed. Salamandra, 2017
Título original: Eing ganes Leben (Publicada por primera vez en 2014)
Hace poco más de un mes conocí a un chico, apenas fueron unos diez minutos y sentí en él unas tremendas ganas de vivir y esa energía tan especial que desprenden las personas con las que crees haber compartido otros mundos.
Hoy miércoles, hará una semana que paseaba por la biblioteca y recibí un mensaje suyo (el último) cuando justo tenía este libro en las manos y miraba con embeleso su portada. Las montañas me llevaron a él pues sé que adora las alturas y la escalada. Casi de puntillas, pasé por la contraportada... no quería y a la vez sí, saber de qué iba la novela. Bastaron las primeras líneas para decidir que tenía que descubrirla.
"Una mañana de febrero de 1933, Andreas Egger encontró moribundo a Johannes Kalischka, el cabrero conocido por los habitantes del valle como Hannes ´el Corneta´, lo levantó agarrándolo por el jergón de paja empapado, que desprendía un olor un tanto agrio, y lo arrastró durante tres kilómetros por un sendero cubierto con una gruesa capa de nieve."
Las primeras líneas nos describen cómo lo encontró y auxilió y cómo el Corneta, mientras Egger lo transportaba con esfuerzo, en un fugaz instante, se lanzó por la pendiente y desapareció para siempre en la blanca nieve. "Andreas Egger recorrió los últimos centenares de metros que quedaban hasta el pueblo para recuperarse de la profunda conmoción en la posada Goldenen Gamser con un plato de buñuelos de manteca y un licor casero. Buscó un sitio junto a la vieja estufa de azulejos, puso las manos sobre la mesa y notó cómo la sangre caliente volvía a correrle poco a poco por los dedos. Las portezuelas de la estufa estaban abiertas, dentro el fuego crepitaba. Por un breve instante creyo ver en las ramas el rostro del cabrero mirándolo fijamente. Se apresuró a cerrar la boca de la estufa y se bebió el licor de un trago con los ojos cerrados. Cuando los abrió de nuevo, tenía a una mujer joven delante. estaba ahí sin más, con los brazos en jarras y la vista clavada en él. Tenía el pelo corto, rubio pajizo, y la piel rosada le brillaba por el calor de la estufa.
(...) -¿Otro? -preguntó la chica.
Egger asintió. La camarera le sirvió otro vaso y, al inclinarse hacia delante para dejarlo en la mesa, e rozó el antebrazo con un pliegue de la blusa. El roce fue casi imperceptible, pero a Egger le causó un delicado dolor que a cada segundo que pasaba lo penetraba más en la carne. La miró y ella sonrió.
Andreas Egger recordaría durante toda su vida aquel instante, esa breve sonrisa, aquella tarde delante del leve chisporroteo de la estufa d ela taberna." (Vid. Pp. 14 y 15).
Tras haber salido de la taberna, abandonó el pueblo y se dirigió hacia casa.
"Tres meses después, Egger estaba justo en el mismo sitio del tocón, mientras observaba cómo una nube de polvo amarillento oscurecía la entrada del valle, desde donde el equipo de construcción de la compañía Bitterman e Hijos, compuesto por doscientos sesenta obreros, doce maquinistas, cuatro ingenieros, siete cocineras italianas y un grupito de trabajadores sin atribuciones específicas, se acercaba al pueblo. De lejos, el pelotón parecía un rebaño enorme, pero al aguzar la vista se veían aquí y allá un brazo alzado o un pico apoyado en el hombro.(...) Los lugareños guardaban silencio en el borde del camino, hasta que de pronto el viejo mozo de cuadra Joseph Malitzer se quitó el sombrero de fieltro de la cabeza y lo lanzó al aire con un grito de júbilo. En ese momento, los demás también se pusieron a gritar, a dar voces y armar jaleo. Hacía semanas que esperaban el inicio de la primavera, y con él la llegada del equipo de obras. Iban a construir un teleférico impulsado con corriente eléctrica en cuyos vagones de madera de color azul cielo la gente podría subir hasta lo alto de la montaña y disfrutar de la vista panorámica del valle. Era un proyecto formidable. Durante casi dos mil metros de desnivel, unos cables de acero de veinticinco milímetro de grosor, entrelazados como víboras en pleno apareamiento, surcarían el cielo. Había que salvar un desnivel de mil trescientos metros, traspasar desfiladeros y dinamitar rocas salientes. Con el teleférico también llegaría la electricidad al valle." (Vid. Pp. 16, 17 y 18).
Un salto increíble en el tiempo, nos lleva a conocer la cruda infancia del pequeño Andreas Egger. Con apenas cuatro años y una existencia casi sin hablar, un cochero lo había dejado junto a la granja de Hubert Kranzstocker que sería quien se hiciese cargo del pequeño desde el momento en que huérfano quedó... entre golpes y una falta total de cariño. Los días pasaban y cualquier excusa era buena para castigarlo y azotarlo. "Un día, la vara le quedó demasiado gruesa al tallarla o se le olvidó ponerla en remojo, o lo golpeó con más furia de lo habitual, nunca se supo con exactitud, pero el azote impactó con fuerza en algún lugar del cuerpecito del chiquillo y Egger ya no se movió. `Perdónalo, Señor', decía Kranzstocker, que bajó el brazo, asombrado. Luego llevó al pequeño a casa, lo tumbó en la paja y la granjera lo devolvió a la vida con una tina de agua fría y una taza de leche caliente. Algo no estaba en su sitio en la pierna derecha, pero llevarlo al hospital era demasiado caro, así que lo atendió Alois Klammerer, que ejercía de ensalmador en el pueblo vecino.
(...) En esta ocasión, el ensalmador Alois Klammerer le colocó el fémur roto al pequeño Egger. Luego le entablilló la pierna con unos listones de madera finos, le untó una pomada de hierbas y la envolvió con una venda gruesa." (Vid. Pp. 20 y 21). Su pierna jamás quedó bien y como dura injusta consecuencia, una cojera lo acompañó hasta el fin de sus días.
Cuando en 1910 se creó en el pueblo una escuela, Egger aprendió a leer y escribir aunque con cierta lentitud y con ideas que despertaron en él él miedos relacionados con otros mundos que había más allá del valle.
Tras morir los dos hijos menores de los Kranzstocker, había mucho y fatigoso trabajo. "Egger se había hecho demasiado fuerte. Era como si la naturaleza intentara compensarlo desde lo de la pierna destrozada. A los trece años tenía los músculos de un hombre joven, y a los catorce lanzó por primera vez un saco de sesenta kilos a través del tragaluz del granero de cereales." (Vid. pág. 27). Cuando tendría unos 19, pues con certeza nadie sabía su fecha de nacimiento, lo echaron de la granja.
"Andreas Egger era un tullido, pero estaba fuerte. Arrimaba el hombro, exigía poco, apenas hablaba y aguantaba tanto el calor en el campo como el frío gélido en el bosque. Aceptaba cualquier tarea y se empleaba a conciencia sin rechistar. Sabía manejar la guadaña y también la horca de heno. Hacía girar la hierba recién segada, cargaba carros de estiércol y retiraba piedras y gavillas de paja de los prados. Se arrastraba como un escarabajo po la tierra y perseguía al ganado extraviado entre los campos. Sabía en qué dirección había que cortar cada tipo de madera, cómo colocar la cuña, limar la sierra y afilar el hacha. Rara vez una a la taberna, y nunca se permitía más que un plato y un vaso de cerveza o un licor. No pasaba casi ninguna noche en la cama, la mayoría dormía sobre el heno, en el desván, en habitaciones y establos junto al ganado. A veces, las noches templadas de verano, extendía una manta en algún prado recién roturado, se tumbaba boca arriba y contemplaba el cielo estrellado. Entonces se ponía a pensar en el futuro, que se abría ante él inmenso precisamente porque no esperaba nada. Y en ocasiones, cuando se quedaba tumbado el tiempo suficiente, tenía la sensación de que la tierra bajo su espalda se elevaba y descendía con suavidad, y en esos momentos sabía que las montañas respiraban." (Vid. pág. 30).
Cuando con veintinueve años había reunido el suficiente dinero como para alquilar un terreno y estaba viviendo bien, como él quería, sucedió la tragedia de el Corneta. "Y a pesar de que, según su concepto de culpa y justicia, no pudo hacer nada por evitar la desaparición del cabrero, Egger no le había contado a nadie los hechos acaecidos en la densa ventisca. El Corneta fue dado por muerto y, aunque no habían encontrado el cadáver, el propio Egger no dudó ni por un instante que había fallecido." (Vid. pág 31). Además, desde aquel día, jamás había dejado de pensar en el leve dolor del roce del tejido en la taberna. "Se llamaba Marie, y a Egger le parecía el nombre más bello del mundo. Había llegado meses antes en busca de trabajo, con los zapatos gastados y el cabello polvoriento." (Vid. pág. 32).
Se enamoraron y decidieron caminar juntos, para ellos no había más que lo que vivían bajo las estrellas y entre las montañas. Egger entonces pensó en darle el mejor futuro y se presentó en el almacén de la compañía Bitterman e Hijos. "Preguntó en las barracas por el responsable de contratación y entró en su despacho con una cautela inusitada, temeroso de que sus botas gruesas dañaran la alfombra que cubría casi todo el suelo y amortiguaba sus pasos, como si caminara sobre musgo." (Vid. pág. 38). Y así fue como, con gran arrojo, rebatió el que le recriminasen que era cojo y por ello no apto para trabajar allí. "-En el valle puede ser -repuso Egger -.Pero en la montaña soy el único que camina recto." (Vid. pág. 39).
"Egger ayudaba a talar árboles y a levantar los enormes pilares de acero que trazaban una línea recta en la montaña cada cincuenta metros. Todos superaban en algunos metros el edificio más alto del pueblo, la iglesia. Por las pendientes subía a rastras hierro, madera y cemento y los volvía a bajar. También cavaba fosos para los cimientos en el suelo del bosque y hacía agujeros del tamaño de un brazo en las rocas, donde el artificio introducía los cartuchos de dinamita. Durante las voladuras se quedaba agachado con los demás, a cierta distancia de seguridad, en los troncos que yacían a izquierda y derecha en los amplios cortafuegos abiertos. (...) A Egger le gustaba ese trabajo en la roca. Ahí arriba el aire era fresco y nítido, y a veces oía los chillidos de las águilas reales o veía cómo las sombras silenciosas se deslizaban por la pared. Pensaba a menudo en Marie." (Vid. pp. 39 y 40).
Y llegó el día en que quería declararse a ella, no sabía cómo hacerlo y se lo comentó a su amigo y compañero Mattl. Ambos convinieron escribirlo en la montaña con fuego. Tendrían que ser a lo sumo tres palabras. Y así fue como desde todo del valle se leía "PARA TI, MARIE". (Leí con emoción este bello deseo y sin poder evitar las lágrimas recordaron algo vivido hace años ya. En mi corazón, aquellas luces formando un camino en la noche que llevaba a un corazón). "Las noches de Egger nunca volvieron a ser solitarias."(Vid. pág.46).
"Entretanto, las brigadas de la compañía Bitterman e Hijos habían llegado mucho más del límite arbolado, dejando una cicatriz de casi kilómetro y medio de largo, y en algunos puntos de hasta treinta metros de ancho. Aún quedaban unos cuatrocientos metros hasta la estación de montaña prevista, por debajo de la cima del Karleitner, pero el terreno era escarpado e inaccesible, y en el último tramo había que superar una pared casi vertical, coronada por una roca colgante que los lugareños habían bautizado por su forma como la Calavera Gigante. Durante días, Egger estuvo colgado justo debajo de la barbilla de la Calavera Gigante, por encima de varios valles, abriendo agujeros en el granito en los que enroscaba tornillos de fijación del tamaño de un antebrazo, que más tarde debían soportar un cable metálico largo para los técnicos de mantenimiento. Con un orgullo disimulado, pensó en los hombres que en algún momento treparían por esos cables sin plantearse que le deberían la vida a él y a su habilidad. Durante los breves instantes de respiro, se quedaba agachado en un saliente rocoso y observaba el valle." (Vid. pp. 47 y 48).
El trabajo era duro y aquellas montañas se llevaron a más de treinta y siete hombres desde que la construcción del teleférico había comenzado en la década de 1930. Él se sentía parte de algo grande. Y allí, tras media vida, en 1972, "Egger se encontraba justo en el mismo lugar, observando cómo las cabinas de color gris metalizado de la antigua Liesl Azul bajaban balanceándose con fluidez y acompañadas por un zumbido apenas audible." (Vid. pág. 55).
Pero... lejos de quedarnos en esa mirada perdida... el autor nos hace conocer el dolor intenso del protagonista cuando a finales de marzo de 1935, siendo noche, escuchó un fuerte estruendo, se levantoó dejando a Marie que dormía tranquila junto a él, salió... y "En algún lugar allí arriba oyó un ruido, como si algo en las entrañas de la montaña se quebrara con un gemido. (...) En unos segundos el estruendo se convirtió en un sonido penetrante y agudo. Egger se quedó inmóvil y oyó que la montaña empezaba a cantar. Luego, a una distancia de unos veinte metros, vio pasar en silencio una forma grande y negra y, antes de que pudiera comprender que era el tronco de un árbol, salió disparado. Corrió hacia la casa entre la nieve espesa y llamó a Marie, pero entonces algo se apoderó de él y lo levantó. Se sintió transportado, y su última visión antes de que una ola se impusiera fueron sus piernas alzadas hacia el cielo, como si hubieran perdido la conexión con el resto del cuerpo." (Vid. pág. 61) Cuando todo pasó, trató de quitar la nieve que lo cubría y recuperar la movilidad en sus piernas... Su casa, Marie... todo había desaparecido bajo la blanca nieve. El alud había provocado la muerte de tres personas, una de ellas, su amada Marie, y cuantiosos destrozos.
Tras meses con las piernas enyesadas y un año y medio después de la tragedia, partió con un equipo de la compañía. Su ocupación consistía en el mantenimiento de teleférico en teleférico por los diecisiete en funcionamiento. Sentado en un bastidor de madera sujeto al cable de acero con sólo una cuerda de seguridad y un mecanismo que se podía frenar a mano, se deslizaba despacio hacia abajo, limpiaba el polvo de los cables y las junturas, quitaba el hielo... Nadie se atrevía a realizar ese trabajo, pero él no tenía miedo. "Egger estuvo recorriendo los valles durante muchos meses; de noche dormía en una camioneta o en un cuartucho en una pensión barata y de dñia se balanceaba entre el cielo y la tierra." (Vid. pág. 72).
Un día, cuando regresó a la pensión que compartía junto a sus compañeros, vio a una anciana llorando ante una radio apagada. Al preguntarle, ella le dijo que la guerra había estallado. Al día siguiente, Egger volvió a casa para inscribirse en el ejército. "En total, Egger permaneció más de ocho años en Rusia, de los cuales no estuvo ni dos meses en el frente. El resto del tiempo lo pasó en un campamento de prisioneros de guerra en algún lugar en el norte de la ancha estepa del Mar Negro." (Vid. pág. 78). La guerra por fin terminó y él estuvo casi seis años más en Rusia. Nada predecía la liberación, ¡qué dureza en estas páginas llenas de crueldad y miedo!
Y cuando crees haber leído y sentido todo lo que uno hombre puede vivir, amar y soñar...asisto con ternura a los dos encuentros de Egger con la televisión. La primera vez: conoce a la bella Grace Kelly y la segunda, asiste perplejo al momento en que el primer hombre pisó la luna.
Ya de vuelta al valle, todo ha cambiado. Durante un tiempo trabaja como guía de senderistas. Nadie mejor que él conoce aquellas montañas. Su vida se cruza con la de la nueva profesora Anna Holler a la que no pudo amar pues su corazón seguía y por siempre estaría unido a Marie.
A veces hablaba solo y "A veces, Egger se reía de sí mismo de sus pensamientos. Luego se sentaba solo a la mesa, por la ventana miraba las montañas sobre las que se cernían las sombras de las nubes y se reía hasta que le saltaban las lágrimas." (Vid. pág. 127).
Andreas Egger se encontró con la Dama Fría, se acercaba su final. ¡Cuánta belleza en estas páginas con las que he llorado lágrimas del deshielo que discurrían por riachuelos entre las montañas! Deambuló por ellas, pero su momento aún no había llegado. Lo encontraron junto a la mesa, sintió como dejaba de latir su corazón y su alma voló.
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He releído varias veces las líneas finales, las páginas que completan el círculo: TODA UNA VIDA y las he llorado. Ahora no puedo escribir sobre ellas y su sublime belleza, las guardo en mí con el deseo de que las descubras si decides leer esta hermosa historia.
Quizá volvamos a encontrarnos Egger y entonces el verde de mis ojos llenará de valles y árboles el azul de los tuyos con el que subiré a las más altas montañas para acariciar desde ellas el cielo.
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